No hay esperanza en la cárcel de la Illa de Mozambique

La falta de higiene y el hacinamiento provocan que los presos sufran enfermedades como el colera. Los reclusos tienen además que pagar sobornos a los guardias para comer o poder ir al baño

Texto: Xaquín López Fotografía: Sonsoles Meana
Publicado en CTXT contexto y acción 10/02/2016

https://ctxt.es/es/20160210/Politica/4158/Prision-derechos-humanos-Mozambique-Africa.htm

“Los derechos humanos están masacrados en la cárcel de la isla”. Lo dice un religioso portugués que lleva años entrando en el penal de la Isla de Mozambique para ayudar a los presos. Su frase suena a sentencia, a la caída de la tarde en una calle cualquiera del petrical, el casco antiguo de la Illa. A sentencia… y a confidencia porque teme represalias por denunciar las condiciones inhumanas de los presos. “Lo peor es la corrupción de los guardias. Los reclusos tienen que pagar sobornos para todo: para comer, para el aseo. Y también las familias que quieren ver a los suyos los domingos por la mañana”.

La Isla de Mozambique, la capital del país hasta 1898 cuando ésta fue trasladada a Maputo, está separada del continente por un canal de agua en el Océano Índico. El principal vestigio de su pasado colonial es el gran fortín de Sao Sebastiao, en el extremo noreste de la isla. La fortaleza defensiva, del siglo XVII, se utilizó también como cárcel donde los colonos portugueses custodiaban a los esclavos antes de embarcarlos con rumbo al Nuevo Mundo. Su actual penal, en pleno casco monumental, no se distingue del resto de edificios de la calle. Está enfrente del Escondidinho, uno de los hoteles más selectos de la turística ciudad vieja. A primera vista parece una casona abandonada del barrio. Cuando convences a los carceleros para que te abran la puerta, una bocanada de aire caliente y el intenso olor a leña ardiendo presagian que estás entrando en un lugar donde no te gustaría estar.

El pesado portalón de madera se abre a un amplio patio de arena, abrasada por el sol. Hay troncos y ramas esparcidos por el suelo, pero ni una sombra de árbol a la que arrimarse. Un muro de unos tres metros de altura cierra todo el lateral izquierdo. Es la celda común, con dos ventanas enrejadas por las que asoman los brazos de algunos presos. La puerta de acceso está a mitad del muro. La primera sensación es de temor, no sólo por lo que puedan hacer los prisioneros, sino porque toda la estancia está a oscuras y los ojos necesitan un tiempo para adaptarse a las sombras.

Alimo Musa da un paso al frente y le tiende la mano al periodista. “Yo soy el jefe de la celda”, dice. Todo parece estar en su sitio: un sillón de escay marrón, algo raído, contra la pared; una sencilla mesa de madera y al fondo, una fila de camastros en litera. El suelo es de tierra pisada, dura, sospecho que ennegrecida y el tejado alto de zinc. A los pocos minutos el aire se espesa porque hay veinticinco personas compartiendo un espacio cerrado de unos cien metros cuadrados, con sólo dos ventanas con barrotes como única ventilación.

Musa es guía turístico, expresión peyorativa que utilizan los buscavidas de la Isla cuando se ofrecen a enseñarles el petrical a los blancos a cambio de una propina. La ciudad, de 13.000 habitantes, es patrimonio de la humanidad desde el año 1991. Una noche Musa se emborrachó y se vio envuelto en una pelea en la playa. “El problema es que la bronca continuó contra los policías, cuando vinieron a poner orden”. Lleva dos meses encerrado y dice que le falta un mes para cumplir. “Aquí nos repartimos las tareas cada semana, para evitar problemas. Mientras unos se encargan de hacer la comida, otros limpian la celda. La ropa es cosa de cada uno. Yo organizo el trabajo”. Lo dice con orgullo mientras enciende un cigarro y se siente importante repartiendo tabaco del paquete que ha servido como llave para entrar al penal.

Dos presos carcel de Mozambique

Al reclamo del tabaco, se acerca un joven desafiante y suelta una maldición. “De aquí lo difícil es salir sano porque lo peor de esta cárcel es la falta de higiene”. Dice que se llama Pana Zorope y también que está preso por robar una gallina. “Ahora las cosas están mejor, desde que las monjas trajeron el bidón de agua”. Se refiere a un aljibe de plástico, de color negro, que ocupa la esquina del fondo del patio. Desde la celda, a través de una ventana, los presos pueden llenar una cacerola de agua con sólo estirar el brazo. Algo tan sencillo les ha cambiado la vida.

“El principal problema de la cárcel de la Isla es el cólera. Antes tenían un balde con agua que utilizaban tanto para beber como para lavarse. Ahora con el aljibe que hemos puesto en el patio, las cosas han mejorado” cuenta una monja blanca que pide permanecer en el anonimato. Pertenece a la Misión de la Madre Paula. Son franciscanas y suelen acudir los domingos por la mañana a la cárcel. Van a rezar con los presos –la mayoría son católicos o animistas; apenas hay musulmanes– y les llevan comida: sobre todo harina de ñame, un tubérculo que está en la base de la alimentación de Mozambique, pero también refrescos y jabón.

A la pregunta de si no hay mujeres en la cárcel,  Alimo muestra una tela a su espalda, a modo de cortina. Cuando se le pide permiso para descorrerla, asiente con la cabeza. En la estancia, separada del resto de la celda, está una mujer ensimismada en un sillón con un plato de ñame en la mano. “Llevo aquí cuatro días”, comenta Abiba Agostinho. “Me han condenado a ocho meses de cárcel por encubridora en un robo. Si tuviera 4.300 meticais (cien euros) para la fianza ya no estaría aquí”. Niega haberlo hecho.

En el  patio, recalentado por el sol de agosto, llama la atención una construcción similar a la celda. Han arrancado la puerta y la única ventana no tiene barrotes. Por un agujero del tejado asciende una columna de humo al cielo. Es mediodía y un joven atiende la hoguera para preparar el almuerzo de los reclusos, su única comida diaria. No hace falta preguntar el menú, basta con ver la palangana de arroz que hay sobre un taburete; un puñado de freixoes (alubias), unos tomates y unos pimientos serán el acompañamiento.

El guardián, que también se llevó su paquete de tabaco, merodea por el patio. Responde a algunas preguntas, siempre y cuando no se le identifique. “La mayoría de los presos están aquí por violar a chicas menores de edad. Son escoria”. Cuando se le sugiere que los reclusos están hacinados en la celda, responde con una sonrisa irónica. “Están deseando venir para el presidio. Esto no es nada comparado con la celda de detenciones. Hasta el juicio están presos en un chamizo que hay frente al mar. En la época seca, el calor es insoportable. Les he visto sacar la lengua fuera por las rejas para suplicar algo de beber”. Mientras lo cuenta arroja un grito contra las ventanas.

En Mozambique hay unos quince mil reclusos, repartidos en 184 prisiones, lo que supone el doble de la capacidad del Servicio Nacional de Prisiones. La tercera parte de ellos son preventivos. Una de las quejas de la Liga Mozambiqueña de los Derechos Humanos (LDH) es precisamente el abuso de la prisión preventiva. El último informe, referido al año 2013, denuncia “tratamiento duro, alimentación inadecuada, falta de higiene, adultos y jóvenes compartiendo celdas, superpoblación y presos que sobrepasan el tiempo de condena”.

Es la hora del almuerzo en el penal de la isla de los esclavos y el guardia  señala la puerta. Es hora de marcharse para que no haya testigos del espectáculo de los presos comiendo en el suelo una mala ración de arroz y alubias.  Ya en la calle, en la radio de otro guardia sentado en un muro adosado a la fachada exterior,  suena un rap de Jannick, el afroman angoleño, que tanto éxito tiene en el África lusófona. “Siempre veo las mismas caras, pero yo soy de otra galaxia”.

*El periodista y la fotógrafa entraron en la cárcel de la isla de Mozambique en agosto de 2015. Se comprometieron con los presos y carceleros a  esperar al menos seis meses para publicar el reportaje, el tiempo para que los reclusos que aparecen en el mismo cumplieran condena. Era su seguro de vida ante cualquier tipo de represalias futuras.